14 diciembre, 2012

33 años después Tumaco recorre las huellas de trágico tsunami, historias de valientes

Por EL PAIS

Cerca de 52 personas muertas dejó el devastador terremoto de 7,9 grados en la escala de ritcher que azotó a Tumaco el 12 de diciembre de 1979 y tras el sismo, un tsunami arrasó con la playa. Estas son las historias de los sobrevivientes.

Sobre una lancha Justo Walberto Ortiz observaba los restos de lo que había sido la playa de San Juan de la Costa. La imagen de los mutilados que reposaban en los manglares, como si se tratara de un arrume de ramas cortadas a mechaetazos, se convertirían en recuerdos que perduraron en sus sueños, incluso 33 años después de la tragedia:
Un terremoto de 7,9 grados en la escala de ritcher azotó a Tumaco el 12 de diciembre de 1979 y tras el sismo, un tsunami arrasó con la playa donde el hombre trabajaba como docente. La costa nariñense, decían algunos, había sido olvidada por los dioses.

El día en que San Juan de la Costa desapareció del mapa

Ese 12 de diciembre, Justo, de 24 años, tenía planeado levantarse a las 6:00 de la mañana, como era su costumbre, para ir a dictar clases al colegio San Juan Evangelista, donde trabajaba desde el 74.
San Juan era una playa de doce kilómetros, dos menos que el Lago Calima, donde abundaban las palmas de coco, así como los pescadores y el racismo. La zona estaba dividida por tres barrios donde uno tenía nombre y era exclusivo para los negros: El Aserrinal, que evocaba los negocios de venta de madera presentes en la zona.
La vida transcurría sin alteraciones: los pescadores se levantaban a las 4:00 a.m., y a las cinco ya estaban mar adentro. Por su parte, las mujeres se dedicaban a cocinar, cuidar niños y lavar la ropa en el río.


Al medio día, una hilera de canoas llenas de buriques, peladas, cajeros y picudas llegaban a la playa. De ellas descendían hombres que, con su mercancía al hombro, se iban al mercado, donde permanecían hasta el atardecer.
Luego, terminaban en uno de los tres bares de la isla tomando aguardiente. Se embriagaban en cuestión de una hora y a rastras llegaban a sus casas, donde cazaban algún pleito con sus mujeres. Después caían como muertos a sus catres y al siguiente día se repetía la rutina.
Justo era inquilino de una familia campesina que tenía una casa de madera ubicada a 200 metros de la playa. Su casero se llamaba Mardoqueo Cortés, un pescador y reparador de radio que ganaba unos pesos extra con la renta del cuarto pequeño de su vivienda.

El profesor pagaba $300 mensuales por el beneficio de tener dónde dormir y estudiar: una habitación de tres por dos metros donde reposaba en un catre de un metro por 20 centímetros, cuando él medía un metro con setenta y cuatro. También tenía una mesa frente a la cama, donde reposaba una pila de libros que utilizaba en sus clases.
El miércoles, día del terremoto, el joven estaba durmiendo, como lo hacía el resto del pueblo. Faltaban dos días para que los colegios salieran a vacaciones. El tenía planeado viajar el viernes a Tumaco para reencontrarse con su familia y pasar con ellos las fiestas decembrinas.
Durmiendo sólo con la ropa interior, y con la ventana abierta, sintió que un movimiento fuerte meció la cama como si un gigante la hubiese expulsado de un lado a otro. Cayó al piso, pero un temblor más agresivo lo hizo reaccionar y ponerse de pie.
Sin embargo, el susto no le permitía organizar las ideas que nacían una tras otra y que lo perturbaban. Se había encerrado para sí mismo, estaba petrificado. La voz de su temor le decía que iba a morir esa madrugada, pero un grito de Mardoqueo, tan estridente como un frenazo de camión, fue lo único que lo sacó de ese ensimismamiento “Es un terremoto, nos vamos todos pa' fuera”. Eran las 2:59 a.m.
Como bailando al ritmo del sonido que parió el sismo, el profesor se apresuró a recoger un pantalón que tenía sobre una silla, y miró por la ventana. Había una cortina oscura de unos seis metros de altura y pensó que era humo, pero al notar que el mar “se había recogido”, interpretó que se trataba de un tsunami.
Terminó de ponerse la prenda y esquivando la cama, una mesa y la silla que estaban a su paso, salió corriendo por un largo pasaje que finalizaba en la parte de atrás de la vivienda: saltó hasta la fría arena, y siguió a Mardoqueo, que ya se acercaba a la zona donde se dejaban amarradas las canoas.
En ese lugar permanecieron cerca de diez minutos, hasta que fueron sorprendidos por un ruido ensordecedor parecido al que producen los aviones cuando despegan, que lo ofuscó hasta ocho meses después: la tierra crujía y el mar bramaba. Luego, una ola los impactó.
***
La fuerza del mar empujó al grupo hasta un pantano. Luego arremetió contra las casas que estaban asentadas en esa zona. El docente seguía sin poder pensar y temía que la canoa se volteara y que el terminara ahogado.
Después surgió otra preocupación: el pantano en el que habían ido a parar absorbía la embarcación. Otra ola entró por la bocana y arribó como si lo hiciera una locomotora, y todos los que estaban por ahí, los vivos y los muertos que había dejado la primera ola, empezaron a flotar.
A eso de las 3:30 a.m. el grupo estaba remando y a veces alcanzaban a tocar cuerpos. Justo cerraba los ojos, como negándose a ver la muerte. A las 4:00 a.m. llegaron a la finca de un campesino llamado Mariano. Lo mismo hicieron gran parte de los sobrevivientes. Los refugiados dejaron de ser unos diez para convertirse en más de cien. Estaban esperando a los rescatistas.
Uno de ellos era Jorge Olmedo, un obrero del Servicio de Erradicación de la Malaria. En medio de esa tragedia, éste hombre recordaba que en octubre de ese mismo año el cielo tumaqueño había empezado a nublarse desde la mañana. La gente pensaba que la ceniza era proveniente del volcán Galeras.
Un mes después, el 7 de noviembre, se sintió un temblor de 3 grados en la escala de Richter, y desde ahí se presentaron varios movimientos telúricos que no fueron motivo de precaución.
El martes, día anterior al siniestro, había estado en la vereda Quebrada Anderete. Él y sus compañeros Jesús Caycedo, Martín Tenorio y Gerardo Macuacé, se habían transportado desde el pueblo La Tola a fumigar en la localidad Estero Nerete, y en la tarde de ese mismo día llegaron a una casa donde vivía una familia de diez personas.
Recuerda que a la 1:00 a.m. del 12 de diciembre, el pueblo quedó en silencio durante varios minutos. Después, los caballos empezaron a relinchar y las gallinas cacareaban hasta que el estruendo del terremoto las opacó.
Al día siguiente, se fue con sus compañeros para El Charco, donde los esperaban el resto de sus compañeros. Al llegar, se encontraron con que la Defensa Civil había encontrado 52 muertos y todas las casas estaban derrumbadas. Ese pueblo, donde se presentó la mayor destrucción material, había sido construido sobre costanera.
“El Charco, Nariño, desapareció del mapa”, escribieron los reporteros de los principales medios de comunicación que registraron el hecho.
“Hasta las 7:00 p.m. difícilmente habían sido rescatados por patrullas de la Defensa Civil y de la Policía unos 100 cadáveres. Un vocero de esta dependencia señaló que hay más de “50 personas que están atrapadas bajos las ruinas y otras que están desaparecidas”, se pudo leer en El País el 13 de diciembre de 1979.
***
En la tarde, Jorge se fue a prestar servicio a San Juan de la Costa y Villa de San Juan , donde descubrió que la playa ya no estaba, había quedado bajo el agua.
Aunque sentía se sentía sin fuerzas, buscó sobrevivientes, y echó en un hueco a los que habían muerto. En esa tragedia enterró 152 personas en fosas comunes en San Juan de la Costa y 52 en El Charco. Luego de eso, se sometió a un tratamiento psicológico que le ayudaría a superar el olor a muerte que lo persiguió por meses.
El viernes, cuando la marea se había establecido, Monseñor Lecumberri, obispo de Tumaco, mandó a recoger a los maestros que trabajan en San Juan.
Al salir de la finca de Mariano y llegar a la bahía, Justo se encontró con una situación que él catalogaba de escabrosa: desde la lancha en que lo transportaban vio la zanja que abrieron los socorristas, donde se amontonaban personas descabezadas que luego serían sepultadas en esa fosa común. Después se enteró que en San Juan fallecieron 220 personas y que casi todos eran niños.
Los mismos lugareños colaboraban con el trabajo de limpieza. Con pala en mano, hacían huecos y alzaban sus plegarias. Un hombre que abrazaba el cuerpo de su esposa, se negaba a que otros dos se la arrebataran para tirarla con el resto de los muertos. El viudo enterraba su rostro en el vientre herido de la que fue su compañera. Sus lágrimas ahora estaban confundidas con la sangre.
Los sanjuaneños estaban desorientados. Desde el manglar, observaban que solo la punta de la cruz de la iglesia sobresalía entre el agua. Todo el pueblo se había hundido y no quedó ni una sola vivienda que sirviera de refugio.
El profesor salió del lugar sin despegar la mirada de lo que antes había sido una de las playas más bellas del Pacífico colombiano y que desde ese momento no era más que un pueblo fantasma. Nunca más regresó y aunque quiso, nunca pudo olvidar aquel día en que San Juan de la Costa desapareció del mapa.

1 comentario:

  1. Mucha antasía e imprecisiones en este relato. La verdadera historia muy distorcionada.

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